A las diez y media de la
noche, de cada día... cuando la casa está sola y falta apenas una hora y media
para que llegue la madre. Ella y él nada más, entre dos sábanas blancas que
sólo reflejan odio y placer.
Su almita es pequeña y
frágil, y sus sueños de papel de los cuales sólo quedan pequeños trozos
esparcidos por aquel rincón. Aquellos sueños que él se encargó de destrozarlos
uno, a uno.
Desde aquí se escuchan los
gemidos que traslucen los gritos de auxilio que ella exclama… en silencio,
porque nadie le cree. Él sólo goza de su sufrimiento y le es un placer cabalgar
en su vientre hasta quedarse dormido.
Cuando todo concluye, la
casa queda en silencio hasta las doce cuando llega la madre. En el transcurso
de ese tiempo, se escuchan los llantos desgarrados de esa pobre niña, que sólo
debe callar… y continuar.
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